Del por qué Las Meninas me son una graciosa experiencia estética los domingos por la mañana.
De todas las cosas de las que guardo caro recuerdo desde mi niñez y tal vez de las memorias más agradables de las que pueda dar cuenta, es esa, casi una institución para mi familia, de desayunar los domingos en casa de mis padres. En sí, el desayuno no es algo excepcional:
hot cakes con tocino
crujiente, mantequilla, mermelada de fresa o miel, leche, jugo de naranja y café. Nada más simple, aunque sus componentes se han refinado a lo largo de los años hasta la perfección. Al día de hoy, no he podido imitar el grado de cocción exacto que requieren los dos paquetes de tocino ahumado (dos, que no tres, por decreto materno); ni sé hacer los
hot cakes como los hacen mi mamá o mi hermana. Me pregunto si tenga que ver el hecho de que sean
dermatóloga y psicóloga respectivamente. Eso aducen, pero no lo creo. En fin.
A más de todo, esa institución de domingo, en la cual mi hijo ya participaba desde muy pequeño en la forma de comerse mi tocino, tiene algo de forjadura de carácter que solo he podido explicar hasta hoy. Desde aquellos años de otrora, en esos desayunos se escucha música clásica y se parla de arte, literatura, teatro y, bueno, de medicina.
Tal y como las
madeleines de Proust, algo extraño para mi sucedería aquella mañana fría de domingo en Madrid. Cuando caminaba ante innumerables obras maestras en el Museo del Prado, entré, sin percatarme del todo, a una enorme sala oval rematada en una cúpula de muy grandes dimensiones; recuerdo haber estado pensando en la cuantía de la gente presente y de su pequeñez ante la grandeza del lugar que se me ofrecía a la vista. De repente, en un extremo de tal sala, pude ver por primera vez
“La Familia de Felipe IV”, mucho mejor conocida como
“Las Meninas” de
Velázquez. Y es que, de entre aquellas conversaciones de domingo con papá, mezcladas con los cantos gregorianos,
Wagner y
Macbeth; el
Entierro del Señor de Orgaz de El Greco y las
Majas de
Goya, siempre estuvieron
Las Meninas. Me encontraba ante el enorme cuadro de 3 x 3 metros, curiosamente sin mucha gente a mí alrededor… y en ese instante y sin poder evitarlo las lágrimas cubrieron mis ojos. Recuerdo pensar “Vamos, ya estás viejo para estas cosas”, pero ni así pude dejar de llorar. Las Meninas significaban para mí mucho más que una obra mayor del arte español, tal vez la más importante de Don Diego
Rodríguez de Silva y
Velázquez (Sevilla,1599 - Madrid, 1660), pintor de la corte de
Felipe IV, pintada ni más ni menos que en 1656. Tratando de razonar sobre mi reacción, deduje que efectivamente una obra de arte conmueve las fibras más sensibles de una persona (pero ¡por Dios! venía de ver hermosas obras de Rafael,
Tiziano, el Greco y
Rubens…).
No, la experiencia estética era tal que solo quedaba la explicación más simple: dicha experiencias estéticas impactan enteramente nuestra persona, es decir, uno que la experimenta conoce de forma simultánea dos cosas distintas: el objeto que observa y le conmueve, y su propia naturaleza; Las Meninas de
Velázquez entonces eran y son parte de la sustancia que ha forjado el hombre que soy hoy; son en realidad tan parte de mi como lo son los desayunos de domingo... que más simple y a la vez
increíble.
Así, de esas memorias de domingo por la mañana, recordaba claramente las explicaciones de mi papá del porqué lo
interesantísimo de la obra y de las teorías sobre lo que representaba. Sobre todo algo que contaba de que al estar restaurando y limpiando la obra, los expertos se dieron cuenta que Diego
Velázquez había pintado el polvo… Se sabe que trabajaba como pintor de la corte, en la cual gozaba de amplia confianza, utilizando como taller los aposentos del fallecido
principito Baltasar Carlos, sucedida diez años antes de la fecha del cuadro, en el antiguo Alcázar de Madrid.
En nuestra pintura parece representarse una escena por entero familiar. Pero, ¿qué vemos? preguntaba mi papá. Primero notamos que
Velázquez se retrata a si mismo en el acto de pintar ante un gran lienzo, tal vez el mismo que observamos; a su lado vemos a la Infanta Margarita de Austria, protagonista del cuadro, mientras está siendo atendida por dos de sus Damas de Honor, o Meninas (del portugués paje, en femenino). En primera instancia, uno pensaría que la Infanta ha venido a ver al pintor trabajar sobre un retrato de sus padres, el Rey
Felipe IV y Doña Mariana de Austria, los cuales se reflejan en un espejo del fondo de la estancia. Pero de inmediato uno nota algo extraño en las actitudes de los presentes. ¿Se comportarían con tanta, digamos, relajación de formas, ante el mismísimo Rey? No lo creo así. Más interesante es pensar que nadie se imagina la visita real y que lo que se ve en el cuadro es lo primero que ven los reyes al entrar a la habitación. (Vaya,
Nicolasito, un
pajecillo que llegó a ser ayuda de cámara de la corte, está amablemente jorobando al mastín que tiene ante si, y sí, parece que hacía un instante la Infanta lo observaba…) A una de las Meninas se le ve reaccionar y comienza a hacer una reverencia; no
así la otra que todavía ofrece agua a la
princesita. Los personajes de atrás de ellos tampoco parecen haberse dado cuenta de que los reyes están ahí. La Infanta sí, desde luego, ya que mira al frente, aunque su cabeza permanece en otra dirección. La obra técnicamente es perfecta y está ampliamente documentada. Constituye una de las obras maestras de arte español de todos los tiempos y sobre ella hay muchas teorías como la que acabo de ofrecer.
Entonces, ¿qué vemos? Vemos un instante acontecido hace más de 350 años. Y nosotros, ¿quienes somos? Nosotros somos los reyes visitando a Velázquez en su taller en 1656; estamos ahí, dentro del cuadro... El genio del maestro sobrepasaba los límites de lo puramente artístico y se adentraba en lo psicológico. Algo extraordinario.