El suceso de la Méduse y la muerte del Abate Pierre se convertían en un melancólico recordatorio de que la belleza de París no siempre es alegre.
Aquella fría mañana de enero, todo París se agitaba ante la triste noticia del fallecimiento del Abate Pierre a los 94 años; el queridísimo abbé Pierre, gran hombre francés fundador de los Traperos de Emaús, defensor de los sin techo y creador de la insurrección de la bondad, quien se había convertido en el bastión de la sensatez y de la calidad humana ante la modernidad.
Esa misma mañana helada, sentado frente a una estatua de Maillol en los jardines de la Tullerías, no sé porque exactamente recordé aquella frase de Goya “El sueño de la razón engendra monstruos”. Ciertamente l´abbe Pierre había combatido aquellos monstruos materializados en forma de Gestapo activamente como héroe de la resistencia francesa, pero extrañamente mi mente saltó hacia el abatimiento general de los franceses esa mañana. A la vista del viajero se revelaba la capacidad de París de ser un todo colectivo y pensante, su capacidad de conmocionarse como sociedad. La historia e imágenes del abate Pierre se encontraban en todos lados; periódicos, revistas, diarios, radio, TV; cafés y restaurantes. Todos parecían tener una opinión sobre él, figura al fin siempre polémica y creadora. Inclusive algunas calles estaban bloqueadas para permitir el paso de las caravanas oficiales que se dirigían aquella tarde a su entierro; vallas en la plaza du Parvis Notre Dame así lo constataban; pero todo mundo perecía aceptar aquellas molestias de tránsito.
Pero mis pensamientos saltaron hacía otra conmoción parisina, de otra época, que se me acababa de revelar esa misma mañana en el Louvre. Un escándalo político que sacudía a la nueva monarquía en 1816, plasmada en el imponente lienzo de Thédore Gerícault (Rouen 1791- París 1824), obra mayor de la pintura francesa del siglo XIX, Le Radeau de la Méduse (La Balsa de la Medusa), de 1819. En sí misma, la historia que inspiraba este cuadro es bastante triste y su motivo trágico, una catástrofe de aquella época.
En aquel tiempo, aún fresco en la memoria colectiva el regreso de Napoleón I a París y su posterior derrota en Waterloo y su exilio en Santa Elena, y el comienzo de la inestabilidad política del nuevo rey, Luis XVIII (1815 – 1824), la fragata de la marina real Méduse que parte de Rochefort a colonizar Senegal naufraga ante las costas al oeste de África el 2 de julio de 1816. Su capitán, un oficial del antiguo régimen que no navegaba desde hacía más de veinte años y que se embarcaba en aquella misión para evitar una asignación más trabajosa, utiliza los botes de salvamento para él, sus oficiales y varios especuladores que les acompañaban. Esta acción condenaba a 149 soldados a embarcarse a una balsa mal hecha a pasar varios días hacinados unos contra otros sin agua ni comida. Al ser rescatados por el Argus, 12 días después, solo 15 de ellos permanecían vivos. A medida que los horripilantes detalles eran publicados por la prensa, la indignación social y el escándalo político amenazaban con derrumbar los débiles cimientos de la nueva monarquía; la cólera se acrecentaba ante la aparente falta de honor y la abominación del canibalismo.
El tema interesa a Gerícault por sus facetas humanas y políticas y decide que aquella tragedia debía plasmarse con igualmente trágico realismo. Así, estudia el evento con precisión documental; pasa más de un año realizando diversos esbozos previos de cuerpos humanos en tensión de hombres ejecutados y enfermos en agonía, generalmente vistos en sus visitas a la morgue y a hospitales; trabaja con maquetas y figurillas, se entrevista con los sobrevivientes e inclusive dos de ellos, que habían publicado la historia del naufragio en 1817, posan para el cuadro. Llega a construir una replica de la balsa de tamaño real en su estudio. El resultado sobrecoge aún 188 años después, tal como lo hizo en el Salón de 1819.
El tema interesa a Gerícault por sus facetas humanas y políticas y decide que aquella tragedia debía plasmarse con igualmente trágico realismo. Así, estudia el evento con precisión documental; pasa más de un año realizando diversos esbozos previos de cuerpos humanos en tensión de hombres ejecutados y enfermos en agonía, generalmente vistos en sus visitas a la morgue y a hospitales; trabaja con maquetas y figurillas, se entrevista con los sobrevivientes e inclusive dos de ellos, que habían publicado la historia del naufragio en 1817, posan para el cuadro. Llega a construir una replica de la balsa de tamaño real en su estudio. El resultado sobrecoge aún 188 años después, tal como lo hizo en el Salón de 1819.
La composición se divide en dos triángulos, el de la izquierda marca la desgracia de la tragedia; una luz amarillenta y mortecina ilumina desde la derecha; no es una luz de esperanza. El triangulo de la derecha comienza con el cuerpo exánime de un muchacho sin vida sostenido por su padre y culmina con la figura de un hombre negro (simbolo de la figura que adornara el mascarón de la fragata hundida), agitando un trapo rojo -restos de los uniformes de la marina real- ante un pequeñísimo barco que apenas se adivina en el horizonte sugiriendo que se salvan casi, pero a un terrible precio. La balsa navega en un mar agitado, sin embargo los cuerpos grises de los hombres muertos y de los enfermos son la fuerza del cuadro y no la esperanza de salvación. Cada rostro de Gerícault es una angustiosa representación del sufrimiento y muda aceptación de su funesto destino pintado con los colores de la muerte. Todo el conjunto se encuentra marcado por el característico sentido de movimiento perfeccionado por Gerícault. El tema es importante porque no se trata, al momento de su creación, de una pintura histórica, sino de un hecho de actualidad; no se enaltece ya a ningún héroe, más bien glorifica la miseria humana y a la postre se constituiría como el primer manifiesto del romanticismo.
El imponente cuadro de casi 5 x 7 metros impacta por su desolado realismo y sin embargo es una obra en contradicción. Es un cuadro bello en su forma y de técnica superior, pero terrible en su fondo; una obra de su tiempo por el tema político, la crítica al ultra-monarquismo, el manifiesto liberal, y al mismo momento, una obra moderna e inclusive, de actualidad. Jules Michelet, el celebre escritor e historiador, fundador de la historia científica francesa, escribía: “C´est notre société tout entière qui embarqua sur le radeau de la Méduse...” Cabe mencionar que el estado, en plena crisis, nunca compró el cuadro en vida del artista.
Ya más tarde y caminando por la –inexplicablemente- solitaria ribera del Sena, el suceso de la Méduse y la muerte del Abate Pierre se relacionaban de alguna forma. Y para mí se convertían en un melancólico recordatorio de que la belleza de París no siempre es alegre.
F. Xavier
Abril de 2007
Henri Grouès, l'abbé Pierre
(Lyón, 5 de agosto de 1912 - París, 22 de enero de 2007)
Dibujo: Van Den Bosch-T
Fotos: Museo del Louvre / © R.M.N./D. Arnaudet
Para saber más:
www.louvre.fr
http://www.wga.hu Busqueda: The Raft of the Medusa
http://www.wga.hu Busqueda: The Raft of the Medusa
1 comentario:
Este cuadro persigue conseguir una combinación de emociones que van desde la angustia hasta la desesperación:cada turbia pincelada recuerda los miedos más arcáicos como el ser abandonado en la infancia así como un sentido de soledad y vulnerabilidad.
A pesar de que esta obra evidentemente tiene un origen que obedecía a las circunsatancias ya relatadas de este pedríodo romántico francés, seguramente Géricault se sintió también abandonado al terminarlo.
Epígrafe:
Medusa, ese mounstruo femenino que convertía en piedra al mirar, a su manera, también naufragó.
Dr.Arturo Morlet
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